1
Fue un aterrizaje forzoso en un campo de pastos altos, resecos.
Mara siguió a Vito, que avanzaba con precaución echando miradas alrededor. Antes de bajar, ella les había dicho:
-Chicos, esperen aquí. No se muevan hasta que papá o yo les avisemos que no hay peligro.
-¡Ufa, ma! -se quejó Mariano, como siempre-. ¡Estoy podrido de estar dentro de esta lata!
-¡Usted se calla y le hace caso a su madre! -lo frenó Vito, severo.
Siguió andando, atento, hasta que una exclamación de Mara lo hizo darse vuelta. Vio que ella miraba hacia abajo, extrañada.
-¿Qué hay, Mara?
-No sé, che. Pisé algo raro: parece una radio portátil, pero diferente -dudó.
Vito se acercó y se agachó para observar el objeto: tenía cuatro caras rectangulares, era gris claro, con una ventanilla en la que parpadeaba un punto verde luminoso. Su tamaño era similar al de un paquete de cigarrillos y parecía haber cientos de fragmentos de objetos semejantes, esparcidos por el suelo. Se preocupó. A fin de cuentas, se habían descompuesto los sistemas y no tenía una idea muy clara de dónde estaban. Habían oteado el horizonte y sólo vieron hierbas altas, secas, algún que otro montículo de basura donde, a duras penas, se reconocían latas oxidadas, restos de bolsas de polietileno. Nada más. Ni un pájaro, ni un perro.
Y un silencio sordo, algodonoso.
-¡Miren, pa, ma!
Los dos adultos giraron hacia el vehículo varado y vieron que Carla, su hija de trece años, señalaba un punto a lo lejos.
-¿Dónde, hija?
-¿Qué?
-¡Allá, miren!
Volvieron trotando, se treparon y miraron, Mara, asomando su cabeza por sobre el hombro de Vito.
Al principio, no veían nada que interrumpiera esos infinitos pastizales. Hasta que, por fin, Mara gritó, eufórica:
-¡Sí, allá. Fijate: donde se ven esos puntitos.
Los puntitos
Grupos de árboles. Copas redondas y verdes. Hojas chicas, ramaje esbelto y negro que dibuja extraña red contra el cielo muy azul.
Les llevó un tiempo acercarse a ellos. Una buena caminata de... ¿cuánto? ¿Un par de horas? Sin relojes, era difícil calcular.
Además, ya estaban cansados, sobre todo Carla, que había viajado calzada con chatitas negras, esos femeninos zapatitos de cuero, sin tacón, y con un escote que dejaba ver el nacimiento de los dedos. Para bailar rock-and-roll eran perfectas pero, para andar largas distancias, aun en terreno llano como ése, no servían.
Sin embargo, como de costumbre, ella no se quejaba. Para eso estaba Mariano, que protestaba todo el tiempo. Cuando llegaba al lloriqueo y los bufidos, hasta la paciente Mara se veía obligada a hacerlo callar.
-¡Basta, Marianito! -y, para distraerlo-: Fijate en esos árboles. Mirá bien, a ver si descubrís algún pájaro.
-Pero no traje la honda, ma.
Aquí fue Vito quien tomó la posta:
-Hacemos una juntos, ¿querés? Estoy seguro de que mami debe tener un elástico escondido por algún lado.
Por no ceder tan pronto, Mariano hizo como que aceptaba a regañadientes pero, en realidad, ya estaba más interesado en el tema de los pájaros que en defender su posición.
-Yo diría que son paraísos -aventuró Vito.
-¿Te parece, viejo? Para mí, son olmos. Pero no importa. Lo que más me llama la atención es que están todos juntos, como apretaditos, ¿no?
Los grandes ojos negros de Carla estaban desenfocados, como si mirara más allá del paisaje. Reflexionó en voz alta:
-Como si quisieran darse ánimos para resistir.
Mara y Vito se miraron, sorprendidos una vez más de la clarividencia adolescente de su hija mayor. A veces, reaccionaba como una nena. Otras, como una anciana sabia.
Mariano, por su parte, estaba en cuclillas cerca del círculo de árboles y les extrañó verlo tan quieto y contemplativo. Señalaba algo en el suelo.
-Por acá pasaron caballos, pero hace mucho. ¿Ves, pa? Aquí hay bosta.
-¡Muy bien, hijo! Buena deducción.
-Primero, sentí el olor y por eso miré.
Mara inhaló con deleite: era un olor que siempre evocaba cosas gratas. El carro de la leche, el del pan, que pasaban por la puerta de su casa, en Boedo. Las vacaciones en el campito de sus tíos, en Tristán Suárez.
Ella no lo sabía, pero pronto iba a echar de menos esa fragancia de la tierra. Y, tal vez lo intuyera, cuando aspiró y se esforzó por grabarlo en su memoria, sin saber por qué.
Informe Semestral
Desde arriba, se abarca su disposición en anillos concéntricos hasta el núcleo central, que es un círculo completo. De este núcleo emana una fuerte luminosidad y un intenso olor a gasolina, metal y aceite quemado.
Ese fulgor es tan potente que ilumina los sucesivos anillos, al punto que los habitantes de todos ellos, hasta del más periférico, pueden utilizar esa luz para realizar sus actividades.
Claro que esto determina y, a la vez, revela, la clase de población que puede residir en cada uno y, sobre todo, sus respectivas ocupaciones.
El mayor número de habitantes ocupa el anillo externo y realiza las labores más toscas, las que no necesitan conocimientos específicos: recoger y eliminar los desechos, purgar las bombas, alimentar las calderas.
También fabrican su propio alimento, y creemos que lo hacen con los desechos de los anteriores anillos en su primera etapa de reelaboración, cuando todavía no han agotado del todo sus capacidades de sustento. Obtienen una especie de granulado blanco amarillento, como de pústulas, que no huele a nada. Tampoco tendrían con qué percibir su olor.
Los Oscos, como se llaman a sí mismos, carecen de sensores olfativos, y de casi todos los demás. Es un régimen de estricta economía porque, como ellos son muchos y el espacio, escaso, se empujan y atropellan con frecuencia entre sí, y la falta de sensores que registren dolores y sobresaltos ahorra muchas quejas, peleas y molestias.Es sencillo: cada vez que se produce un choque entre dos oscos, ambos levantan la vista, se miran, parpadean y se apartan para poder proseguir, cada uno con su tarea.
Al parecer, los oscos no salen jamás de su territorio. Ni hacia fuera de su anillo ni hacia el anillo siguiente, más interno y un poco más estrecho.
Sólo reciben visitas esporádicas, que les inspiran muy poca agitación.
Se reproducen por medio de breves cópulas, de las que participan con la misma economía de esfuerzo y atención que dedican al resto de las tareas a ellos asignadas.
Va de suyo que la transmisión de conocimientos es oral, concisa, práctica y no toma más que unas tres semanas, como máximo.
Es de hacer notar a los colegas que los habitantes de los diversos anillos no se comunican entre sí, en razón de que es totalmente innecesario.
En el próximo informe, presentaremos nuestras conclusiones y las actividades recomendadas.
Mara siguió a Vito, que avanzaba con precaución echando miradas alrededor. Antes de bajar, ella les había dicho:
-Chicos, esperen aquí. No se muevan hasta que papá o yo les avisemos que no hay peligro.
-¡Ufa, ma! -se quejó Mariano, como siempre-. ¡Estoy podrido de estar dentro de esta lata!
-¡Usted se calla y le hace caso a su madre! -lo frenó Vito, severo.
Siguió andando, atento, hasta que una exclamación de Mara lo hizo darse vuelta. Vio que ella miraba hacia abajo, extrañada.
-¿Qué hay, Mara?
-No sé, che. Pisé algo raro: parece una radio portátil, pero diferente -dudó.
Vito se acercó y se agachó para observar el objeto: tenía cuatro caras rectangulares, era gris claro, con una ventanilla en la que parpadeaba un punto verde luminoso. Su tamaño era similar al de un paquete de cigarrillos y parecía haber cientos de fragmentos de objetos semejantes, esparcidos por el suelo. Se preocupó. A fin de cuentas, se habían descompuesto los sistemas y no tenía una idea muy clara de dónde estaban. Habían oteado el horizonte y sólo vieron hierbas altas, secas, algún que otro montículo de basura donde, a duras penas, se reconocían latas oxidadas, restos de bolsas de polietileno. Nada más. Ni un pájaro, ni un perro.
Y un silencio sordo, algodonoso.
-¡Miren, pa, ma!
Los dos adultos giraron hacia el vehículo varado y vieron que Carla, su hija de trece años, señalaba un punto a lo lejos.
-¿Dónde, hija?
-¿Qué?
-¡Allá, miren!
Volvieron trotando, se treparon y miraron, Mara, asomando su cabeza por sobre el hombro de Vito.
Al principio, no veían nada que interrumpiera esos infinitos pastizales. Hasta que, por fin, Mara gritó, eufórica:
-¡Sí, allá. Fijate: donde se ven esos puntitos.
Los puntitos
Grupos de árboles. Copas redondas y verdes. Hojas chicas, ramaje esbelto y negro que dibuja extraña red contra el cielo muy azul.
Les llevó un tiempo acercarse a ellos. Una buena caminata de... ¿cuánto? ¿Un par de horas? Sin relojes, era difícil calcular.
Además, ya estaban cansados, sobre todo Carla, que había viajado calzada con chatitas negras, esos femeninos zapatitos de cuero, sin tacón, y con un escote que dejaba ver el nacimiento de los dedos. Para bailar rock-and-roll eran perfectas pero, para andar largas distancias, aun en terreno llano como ése, no servían.
Sin embargo, como de costumbre, ella no se quejaba. Para eso estaba Mariano, que protestaba todo el tiempo. Cuando llegaba al lloriqueo y los bufidos, hasta la paciente Mara se veía obligada a hacerlo callar.
-¡Basta, Marianito! -y, para distraerlo-: Fijate en esos árboles. Mirá bien, a ver si descubrís algún pájaro.
-Pero no traje la honda, ma.
Aquí fue Vito quien tomó la posta:
-Hacemos una juntos, ¿querés? Estoy seguro de que mami debe tener un elástico escondido por algún lado.
Por no ceder tan pronto, Mariano hizo como que aceptaba a regañadientes pero, en realidad, ya estaba más interesado en el tema de los pájaros que en defender su posición.
-Yo diría que son paraísos -aventuró Vito.
-¿Te parece, viejo? Para mí, son olmos. Pero no importa. Lo que más me llama la atención es que están todos juntos, como apretaditos, ¿no?
Los grandes ojos negros de Carla estaban desenfocados, como si mirara más allá del paisaje. Reflexionó en voz alta:
-Como si quisieran darse ánimos para resistir.
Mara y Vito se miraron, sorprendidos una vez más de la clarividencia adolescente de su hija mayor. A veces, reaccionaba como una nena. Otras, como una anciana sabia.
Mariano, por su parte, estaba en cuclillas cerca del círculo de árboles y les extrañó verlo tan quieto y contemplativo. Señalaba algo en el suelo.
-Por acá pasaron caballos, pero hace mucho. ¿Ves, pa? Aquí hay bosta.
-¡Muy bien, hijo! Buena deducción.
-Primero, sentí el olor y por eso miré.
Mara inhaló con deleite: era un olor que siempre evocaba cosas gratas. El carro de la leche, el del pan, que pasaban por la puerta de su casa, en Boedo. Las vacaciones en el campito de sus tíos, en Tristán Suárez.
Ella no lo sabía, pero pronto iba a echar de menos esa fragancia de la tierra. Y, tal vez lo intuyera, cuando aspiró y se esforzó por grabarlo en su memoria, sin saber por qué.
Informe Semestral
Desde arriba, se abarca su disposición en anillos concéntricos hasta el núcleo central, que es un círculo completo. De este núcleo emana una fuerte luminosidad y un intenso olor a gasolina, metal y aceite quemado.
Ese fulgor es tan potente que ilumina los sucesivos anillos, al punto que los habitantes de todos ellos, hasta del más periférico, pueden utilizar esa luz para realizar sus actividades.
Claro que esto determina y, a la vez, revela, la clase de población que puede residir en cada uno y, sobre todo, sus respectivas ocupaciones.
El mayor número de habitantes ocupa el anillo externo y realiza las labores más toscas, las que no necesitan conocimientos específicos: recoger y eliminar los desechos, purgar las bombas, alimentar las calderas.
También fabrican su propio alimento, y creemos que lo hacen con los desechos de los anteriores anillos en su primera etapa de reelaboración, cuando todavía no han agotado del todo sus capacidades de sustento. Obtienen una especie de granulado blanco amarillento, como de pústulas, que no huele a nada. Tampoco tendrían con qué percibir su olor.
Los Oscos, como se llaman a sí mismos, carecen de sensores olfativos, y de casi todos los demás. Es un régimen de estricta economía porque, como ellos son muchos y el espacio, escaso, se empujan y atropellan con frecuencia entre sí, y la falta de sensores que registren dolores y sobresaltos ahorra muchas quejas, peleas y molestias.Es sencillo: cada vez que se produce un choque entre dos oscos, ambos levantan la vista, se miran, parpadean y se apartan para poder proseguir, cada uno con su tarea.
Al parecer, los oscos no salen jamás de su territorio. Ni hacia fuera de su anillo ni hacia el anillo siguiente, más interno y un poco más estrecho.
Sólo reciben visitas esporádicas, que les inspiran muy poca agitación.
Se reproducen por medio de breves cópulas, de las que participan con la misma economía de esfuerzo y atención que dedican al resto de las tareas a ellos asignadas.
Va de suyo que la transmisión de conocimientos es oral, concisa, práctica y no toma más que unas tres semanas, como máximo.
Es de hacer notar a los colegas que los habitantes de los diversos anillos no se comunican entre sí, en razón de que es totalmente innecesario.
En el próximo informe, presentaremos nuestras conclusiones y las actividades recomendadas.
Comisión de Estudios
****
Caminaron.
Siguieron caminando en dirección al resplandor que reverberaba a lo lejos.
Ya empezaba a oscurecer y el aire se enfriaba. Pero el miedo al desaliento los empujaba a seguir. Quién podía adivinar lo que podía pasar si se detenían.
De pronto, se oyó un quejido rápidamente sofocado. Se detuvieron y descubrieron que era Carla, que había tropezado con una piedra y caído de rodillas.
-La verdad es que no doy más, ma. ¿No podríamos descansar un poco?
Mara miró a Vito, que asintió, cerrando un instante sus ojos para ocultar el pánico: era el hombre de esa familia y tenía la responsabilidad de protegerlos.
Buscó con la mirada y le pareció ver una elevación que, tal vez, les sirviera de refugio. Les hizo una seña, su mujer les sonrió a los chicos para darles ánimo, y enfilaron hacia allí.
Resultó ser una breve colina de tierra mezclada con restos de basura a medio pudrir. Dieron una vuelta alrededor hasta que descubrieron un pequeño hueco, donde podrían guarecerse.
Mara hizo de tripas corazón imaginando que tendrían que compartirlo con insectos y alimañas varios, aunque reconoció que no tenían otra alternativa.
A pesar de todo, entre el cansancio físico y el emocional, pronto se durmieron, abrazados los cuatro como en las épocas cuando Carla y Mariano eran bebés.
Olor a café. Murmullo de voces. El ventanal ofrece el número vivo de la calle bajo la lluvia: luz perlada, gente con paraguas, apresurada, arrebujada.
Dentro, tibieza. Entrechocar de gruesa loza blanca.
Yo estoy sentado en una silla Thonet, ante una mesita redonda con pie central y tapa de mármol blanco. Afuera, la lluvia arrecia y mi bienestar se multiplica. Me corre por todo el cuerpo una tibia placidez.
Es, casi, como estar durmiendo después de haber hecho el amor con una mujer que te gusta mucho. Casi.
Porque un espasmo me sacude el cuerpo como si el café con ginebra me hubiese dado un patatús, y me despierto.
Parpadea, se incorpora. Su cabeza choca con la cucheta de arriba, donde ronca otro brico como él. Confundido, enciende la lamparilla de luz dicroica de la cabecera y tiene que tocar el tabique contra el cual están apoyadas las literas para convencerse de que es la misma superficie blanco grisácea, absolutamente lisa, donde nada queda marcado.
Suspira... ¿Suspira?
Sacude los hombros, saca los pies de la cama y los zapatos acuden a revestir sus pies, el uniforme verde claro le trepa por las piernas, pasa por su cabeza, sus brazos, baja por su torso y se acomoda a dos centímetros exactos por debajo de su cintura.
Una hilacha del sueño se le ha adherido tercamente al ojo izquierdo y él, asustado, la saca con la yema del dedo índice.
Ahora, más compuesto, empieza su jornada.
Picante como pimienta, pero sin su olor y su sabor.
Mil picaduras de escozor y humillación. Un cachetazo.
-¡Mocoso!
Los tencos
Hace unos quince años, los llamaban yuppies.
Eran jóvenes, pulcros, despiadados, pero usaban buenos modales.
Hoy, sus descendientes son los tencos.
Son jóvenes, pulcros, despiadados y no necesitan de los buenos modales. Tampoco necesitan camisa porque no sienten frío ni pudor. Usan la corbata sobre el pecho desnudo. Tienen un rango posible de elección personal: el diseño, el color y la forma de la corbata, además de las variantes de arreglo capilar, siempre que el cabello esté corto y no se insubordine demasiado. El resto, para alivio de los propios tencos, está férreamente dispuesto.
¡Gran cosa no tener que pensar! Lo libera a uno de miedos, indecisiones, dudas, rabias... responsabilidades. Además, es imposible polemizar demasiado sobre el color o el dibujo de una corbata, el largo del cabello, o para qué lado se hace la raya del peinado. Ya son varias las generaciones que se han habituado a vivir con la soltura de quien tiene todo resuelto... por otros. Ese ha sido uno de los más grandes avances de la humanidad.
Vito no habría estado de acuerdo si alguien se lo hubiese expuesto con otras tantas palabras.
Monólogo de Mara
Yo estaba enferma. En aquélla época, estaba en tercero y lo bueno era que no iba al cole. Y también, una dulce sensación de calor, de hundirme en un seno blando y envolvente.
Mamá me cuidaba. Me prestaba más atención que de costumbre. Yo exageraba un poco mis sufrimientos para obtener mayor proporción de bolilla.
También estaba la suspensión de la pesada carga de tomar decisiones. Podía flotar en un limbo, como una tierna e indefensa recién nacida, liberada de toda responsabilidad.
.¿Hiciste los deberes?
¡Deberes! ¡Cuántos años tardé en despojar a esa palabra de su peso aplastante!
Absurdo, porque a mí me gustaba hacer los deberes. Y me daba vergüenza ese entusiasmo de chupamedias.
¿Será por eso que, después, con mis hijos, utilicé una expresión más dinámica y liviana, LA TAREA? Aunque... ¡ojo, que después vinieron los "grupos de tareas"!
Claro, fijate: deber alude a obligación, y también a deuda.
Tarea, en cambio, es la empresa que uno tiene que abordar, que puede realizar con ganas o no.
¿Y la satisfacción del deber cumplido?
“He cumplido con mi deber.”
Ahora, en cambio, todo son metas a alcanzar y catástrofes que evitar.
-Decime, viejo, ¿acá habrá sucedido alguna catástrofe?
En una pasarela aérea, entre dos ámbitos de procesamiento
X1 está conversando con Z3.
Cada uno de ellos lleva un pequeño maletín de metal plateado. Como buen X, éste es un poco más rubio, delgado y lampiño. Z, al igual que los de su clase, es morrudo, velludo, robusto.
X1: ¿Se sabe cómo anduvo esta semana el impening?
Z3: Sí, se sabe, pero no se difunde ¾responde, tironeándose de la corbata a rayas en diagonal, que cosquillea su ombligo.
-¿Por qué?
-¡Ah, yo no sé, X!
Y esa ignorancia no perturba demasiado a Z ni a X. Más aun: es una bendición... Bah, es lo normal.
Sin más que decirse, por el momento, cruzan cada uno su cabeza con la del otro, uniendo sus respectivas orejas izquierdas a modo de saludo y se van, en direcciones opuestas.
Mariano gritó en sueños y Mara le susurró:
-¡Shh! Dormí, tesoro.
Y el chico se dio vuelta y siguió durmiendo, tranquilo.
Continuará...